Ginsberg: Una rara cualidad
- menteslibres
- 4 jun 2014
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{Allen Ginsberg fue uno de los protagonistas de la generación beat que en los años sesenta revolucionó la escena cultural norteamericana, cuestionando el triunfalismo y el puritanismo del “American Way of Live” e interiorizando el uso de la droga como un símbolo de protesta. Ginsberg probó todos los alucinógenos al alcance de la mano pero, a diferencia del grueso de sus compañeros, tuvo la lucidez suficiente para no anclarse a ninguno y para no reciclarse en el cinismo.}
Al finalizar los míticos años sesenta estaba viviendo en Vancouver: allá donde las Montañas Rocallosas parecen tocar el cielo y la caprichosa geometría de las nubes después de condensarse en sus cimas se precipita, durante días y semanas enteras, en sosegado chipichipi sobre la exuberante y húmeda Columbia Británica: hermosa provincia del Canadá, abastecida de bosques, playas, parques, jardines, impermeables y paraguas que supuestamente ayudan a la gente a mojarse menos aunque no la salvan de la artritis. En tan lluviosas latitudes me ilusionaba empaparme de una contracultura libertaria deseosa de abonar orgánicamente una tierra baldía: yerma de sueños, anhelante de mejores esperanzas. Se pretendía llenarla de flores y algunos jóvenes, en sus afanes intelectuales, se ocupaban de mil cosas a la vez sin descuidar, para nada, la poesía del viejo Whitman que aconsejaba resistir mucho y obedecer poco. Leían también a Thoreau: la radicalidad de {Walden} los cautivaba.
Los {hippies} creían que el desgarrador {Aullido} de Allen Ginsberg perdería intensidad en sus comunas habitadas sólo por el amor y la generosidad humanos. Su entusiasmo contagioso les ahorraba confrontar idealismos desbordados con realidades nunca fuera de su cauce. Cambiaban los personajes, pero muy poco la historia.
De improviso, como suceden las cosas que importan, llegó Allen a Vancouver. El auditorio de la Universidad de British Columbia resultó insuficiente y comenzó la lectura de su poesía en descampado y un campus abarrotado de regocijo. Pero conforme avanzó el recital desapareció el alborozo y lo remplazó un silencio impresionante cuando, enseguida de las mantras, el vate comenzó el recuento de experiencias comprobables: “He visto los mejores cerebros de mi generación destruidos por la locura”. Lo decía un beat que sabía de lo que hablaba. Que a pesar de golpes y abatimientos el infortunio no había logrado vencerlo. Teníamos frente a nosotros a una especie de ser beatífico purificado por la poesía. Ginsberg no desconocía el desprecio de una sociedad arrogante que se ensaña con la gente perseguida por la desdicha de haber vivido una infancia atormentada por la locura familiar. Con mil complejos de culpa, se avergonzó, durante años, de su homosexualidad satanizada por una moral pública de estirado rostro puritano y multifacéticas hipocresías privadas. Padeció abismales depresiones.
Al igual que sus amigos, Ginsberg probó todos los alucinógenos al alcance de la mano, pero tuvo la lucidez suficiente para no anclarse a ninguno. Vivió y sobrevivió a todos los excesos propios de una juventud que jugó y apostó fuerte contra la estafa del “sueño americano”. Muchos no supieron cómo superar la pesadilla porque la vida es demasiado peligrosa y muy pocos sobreviven. Presos del desaliento se fueron quedando regados en el camino. Jack Kerouac apenas logró llegar a la casa de su madre para encerrarse y morir alcoholizado en medio de fantasmagórico patetismo. Neal Cassady despilfarró su energía creadora cruzando, una y otra vez, los Estados Unidos de costa a costa en coches robados y probándose a sí mismo la dureza de un endeble machismo conquistador de mujeres libres, según ellas, de todo prejuicio, pero bien atadas a su hembrismo. Las fanfarronadas de Cassady terminaron sobre un durmiente de vía, una tarde de verano, no lejos de la estación de trenes de San Miguel de Allende, luego de un pasón de tequila y nembutales. A otros les fue menos mal: encontraron asidero en una intelectualizada desfachatez: William Burroughs, Gregory Corso, Lucien Carr, Carl Solomon, Herbert Huncke, Peter Orlovsky y varios más, se refugiaron en la filosofía del cinismo y superaron, sin saberlo ellos mismos, al mismo Diógenes, el pensador del tonel, para quien nada era santo, ni había razón de avergonzarse de nada y encarnó a la perfección “el mal” con una sonrisa burlona.
Por supuesto que el grupo de los beats se involucró en política aunque no tardó en guardar frente a ella un escéptico equilibrio muy parecido al que Martin Walser expresó en 1981: “Siempre hay que advertir al capitalismo de que no puede prestar ninguna ayuda al mundo, él puede indicar a su vez que el comunismo no se puede ayudar siquiera a sí mismo”.
A la mayoría de los beats les envejeció prematuramente la insatisfacción y el desencanto. Se tomaron la vida muy en serio y en lugar de bebérsela a sorbos se atragantaron con ella en dramático divertimento. Curiosamente a Allen Ginsberg no le sucedió lo mismo. Lo salvaron, por igual, sus virtudes y defectos: una avispada inocencia a prueba de toda malicia. Un robustísimo ego superado sólo por su generosidad ilimitada y la jovialidad que hoy, a 10 años de su muerte, sigue viva en una poesía colmada de explosividad humana y sobrecogedores recuerdos. Y por último, pero en primerísimo lugar, su proverbial {bonhomie} elegantemente expresada por Paul Bowles, el único {dandy} entre sus desarrapados amigos: “Allen estuvo con nosotros exactamente una semana, le despedimos ante el caliente tren de madera con destino a Casablanca. Deberíais conocerle, creo que os gustaría. Es muy fácil de tratar, incluso en las circunstancias más difíciles, y está imbuido de una dulzura maravillosa absolutamente real, e integrada en su intelecto. ¡Estar con él me hace ver lo rara que es esta cualidad, especialmente entre los intelectuales!”. {{n}}
Escrito por: S. Hernández Padilla ( )
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